domingo, 3 de julio de 2011

Douglas Harding, un sabio de Occidente 1



Un sabio que corta cabezas



Fue en las páginas de las revistas Sources y Troiséme Millénaire cuando descubrí la prosa de un súbdito de su Muy Graciosa Majestad que responde al nombre de Douglas E. Harding. Teñidos de humor británico, que en algo recordaba al del difunto Alan W. Watts, estos textos contemplaban la realidad con una mirada al menos peculiar: la de un hombre que decía no tener cabeza. Su excentricidad dejaba sin embargo traslucir como un sabor, el que había disfrutado al leer a Lee Lozowick o Stephen Jourdain. Emanaba de estas líneas algo parecido a un perfume de realidad. Abierto así el apetito, conseguí Vivir sin cabeza, única obra de ese autor disponible en francés hasta la fecha.

Sin preámbulos, Harding iba directamente al grano. Quizá resulte más sencillo citar aquí in extenso el primer capítulo, que es un modelo de este tipo de relatos y del que Huston Smith, universitario y especialista mundialmente reconocido en religiones, ha podido decir: “No conozco ningún texto de una concisión semejante que sea tan susceptible de operar un cambio de registro en la perspectiva del lector”.


“El mejor día de mi vida —el día de mi renacimiento, por decirlo así— fue cuando encontré que no tenía cabeza. Esto no es un juego literario ni un dicho ingenioso para suscitar el interés a toda costa. Lo digo en serio. Yo no tengo cabeza.

Tenía treinta y tres años cuando hice el descubrimiento. Aunque ciertamente vino de repente, lo hizo en respuesta a una indagación apremiante; durante varios meses había estado absorbido en la pregunta: ¿quién soy yo? El hecho de que me encontrara de marcha en el Himalaya en aquel momento probablemente tuvo poco que ver con ello, aunque se dice que en ese lugar vienen más fácilmente estados de mente inusuales. Sea como fuere, un día muy claro y sereno, y una vista desde el risco donde me hallaba, sobre umbríos valles azules hasta la montaña más alta del mundo, constituían una escena digna de la visión más sublime.

Lo que ocurrió de hecho fue algo absurdamente simple y poco espectacular: por un momento dejé de pensar. La razón y la imaginación y todo el parloteo mental se extinguieron. Por una vez, me faltaron realmente las palabras. Olvidé mi nombre, mi humanidad, mi realidad objetiva, todo lo que podía ser llamado mí mismo o mío. El
pasado y el futuro se esfumaron. Fue como si hubiera nacido en aquel instante, absolutamente nuevo, sin mente, inocente de todos los recuerdos. Existía solo el Ahora, aquel momento presente y lo que se daba claramente en él. Ver era suficiente. Y lo que encontré eran unas perneras caquis que terminaban hacia abajo en un par de zapatos marrones, unas mangas caquis que terminaban a ambos lados en un par de manos rosadas, y una pechera caqui que terminaba hacia arriba en —¡absolutamente nada! Ciertamente no en una cabeza.

No me llevó ningún tiempo notar que esta nada, que este hueco donde debía haber habido una cabeza, no era un vacío ordinario, no era una mera nada. Al contrario, estaba muy ocupada. Era una vasta vacuidad ampliamente llena, una nada que encontraba sitio para todo, para la hierba, los árboles, las distantes colinas umbrías, y allá a lo lejos, por encima de ellas, las cumbres nevadas como una hilera de nubes anguladas cabalgando en el cielo azul. Había perdido una cabeza y ganado un mundo.

Todo aquello, literalmente, cortaba la respiración. Me pareció dejar de respirar enteramente, absorbido en lo Dado. Hela aquí, esta soberbia escena, brillando rutilantemente en el aire claro, sola y sin soporte, misteriosamente suspendida en el vacío, y (y esto era el milagro real, la maravilla y la delicia) completamente libre de «mí», intocada por ningún observador. Su presencia total era mi ausencia total, cuerpo y alma. Más ligero que el aire, más claro que el cristal, enteramente libre de mí mismo, yo no estaba allí en ninguna parte.

Sin embargo, a pesar de la mágica e imprevista cualidad de esta visión, no era ningún sueño, ninguna revelación esotérica. Todo lo contrario: se sentía como un súbito despertar del sueño de la vida ordinaria, y un final al soñar. Era realidad autoluminosa por una vez limpia de toda mente oscurecedora. Era la revelación, por fin, de lo perfectamente evidente. Era un momento lúcido en una historia vital confusa. Era el fin de ignorar algo que (desde la más temprana infancia) yo había estado demasiado ocupado o había sido demasiado listo o había estado demasiado asustado para verlo. Era una atención desnuda, no crítica a lo que desde siempre había sido enteramente evidente —mi completa falta de cara. Brevemente, todo era perfectamente simple y llano y directo, más allá de argumento, pensamiento, y palabras. No surgía ninguna pregunta, ninguna referencia más allá de la experiencia misma, sino solo paz y un sereno gozo, y la sensación de haber soltado un fardo intolerable”.


Sin lugar a dudas, tenía ante los ojos una descripción de lo que los budistas llaman un satori. Quedaba por averiguar si esta experiencia había resultado duradera o transitoria, cómo lo había integrado el autor de estas líneas a su humanidad y si había dado lugar a una forma u otra de enseñanza.

Una mínima investigación me permitió descubrir que Harding, conocido en Francia únicamente por algunos happy few, gozaba de una reputación considerable en su país de origen y en Norteamérica, donde anima cada año seminarios susceptibles de reunir a centenares de participantes. Además de su pequeña biblia de la vida sin cabeza, había escrito bastantes obras y había sido objeto de artículos y espacios televisivos.

El destino de brindó rápidamente la oportunidad de conocerle. El programa del Espace Bleu (librería parisina) anunciaba que Douglas Harding iba a animar próximamente un seminario de dos días. Aproveché pues esa oportunidad para acercarme a nuestro hombre y familiarizarme un poco con sus métodos.


Gilles Farcet

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