lunes, 25 de julio de 2011

Douglas Harding, un sabio de Occidente 6


Aquí, como en todo, nada de atajos. Nada de iluminación en una semana ni de apertura de chacras con un curso de verano. Hay que pagar el precio, un precio que ninguna tarjeta de crédito podrá alcanzar y que se cifra inicialmente en instantes de puesta en práctica. Lo que propone Harding consiste en realidad en una forma de meditación activa. Se trata de ejercitarse a vivir sin cabeza, hasta que, “hagamos lo que hagamos, quede claro que no hay nadie haciéndolo”. Tenemos que alcanzar este punto en que nuestra existencia se desarrolla simultáneamente en dos niveles: el plano del que el autor de vivir sin cabeza llama “the little one” –“el pequeño”-, es decir, el ego, la personalidad, la cabeza firmemente atornillada que percibe el universo a partir de sus estrechas órbitas, y el plano del “Big one” –el Grande-: la inmensidad del vacío, la dichosa ausencia que, paradójicamente, nos restituye a nosotros mismos, a nuestra presencia más íntima. A Douglas le gusta repetir “El “pequeño” está lleno de problemas; el Grande no tiene problemas”. Nuestra atención se asemeja entonces a una flecha con dos puntas, “simultáneamente dirigida hacia el vacío y hacia lo que lo llena”.

Como lo hace observar Douglas: “Se trata de una meditación que no nos expone a ver divididas nuestras jornadas en dos partes incompatibles: un tiempo de retiro, de recogimiento tranquilo, y un tiempo de inmersión y de olvido de sí mismo en el torbellino del mundo. Por el contrario, el día entero termina estando impregnado por una misma cualidad, un sentimiento estable. Sea lo que sea lo que tengamos que hacer, soportar o padecer, somos libres de sacarle inmediatamente partido. En efecto, nos brinda la oportunidad ideal de ver quién está implicado –o, para ser más concreto, absolutamente implicado al mismo tiempo que absolutamente no implicado-“.

Gilles Farcet

lunes, 18 de julio de 2011

Mi punto de vista



















Desde mi humilde punto de vista, el método del Sr. Harding es el más fácil y sencillo para que "veamos" nuestra verdadera naturaleza real, en otras palabras, para la Iluminación, para la Liberación de la que apuntan todas las enseñanzas genuinas de este mundo. Despues de "verlo" uno se percata de que "eso" siempre ha estado ahí, más próximo que nuestra piel, más cercano que nuestra respiración, por lo que, si realmente estáis interesados en la "Liberación" no está de más que estudiéis la filosofía y los métodos de este gran maestro que fue Douglas Harding.


Luis Granados

Douglas Harding, un sabio de Occidente 5


En primer lugar, según Douglas, “para realmente perder la cabeza, primero tiene que estar bien asentada”. He aquí un punto común a todas las enseñanzas y sin embargo a menudo pasado por alto: uno sólo puede deshacerse de lo que posee. ¿No afirmaba Prajnanpad: “Swamiji necesita egos fuertes”?

Una vez reafirmada la decisión de no quedarse con una experiencia fugaz, conviene por tanto practicar. Douglas nos dice cómo hacerlo en términos que, en suma, son los del Vedanta clásico: “El método –explica- es muy simple, y permanece igual hasta el final. Consiste en dejar de olvidar al que mira –o mejor dicho, su ausencia… Trabajamos para no perder el contacto con nuestra ausencia-”.

Pero la extrema sencillez de este método- acordarme de que no tengo cabeza, dejar de oponer a la figura que se confronta con la mía una máscara crispada y dejar el sitio al vacío- no lo hace menos difícil de practicar de una manera continuada. Harding es muy consciente de ello: “Al principio, la práctica esencial requiere un gran esfuerzo de atención. Normalmente, hacen falta años, incluso décadas, para empezar a lograr una visión estable y espontánea”.



Gilles Farcet

domingo, 10 de julio de 2011

Douglas Harding, un sabio de Occidente 4


“La gran mayoría de la gente (…) que ha sido así inducida a mirar hacia dentro, aunque sea brevemente, y a percibir su estado sin cabeza (…) se alegran mucho de no llevar más adelante el experimento. No ven en ello mucho más que una aventura interesante, una mirada inusual sobre las cosas; o también un divertimento, una especie de juego para niños más bien divertido y que no revestiría la menor importancia en la vida diaria. Ni hablar de prolongarlo, repetirlo o estudiarlo… y sobre todo, ni hablar de practicarlo. De modo que esta visión inicial no tiene prácticamente ningún efecto”.

En otro pasaje, Douglas se muestra más explícito en cuanto a la naturaleza del trabajo necesario al buen uso de la “decapitación”:

“En sí, y cuando no da lugar a una práctica constante, a una comprensión profunda y, ante todo, a una rendición de esta voluntad propia que nos mantiene en la percepción de la separación, nuestra experiencia inicial de la vida sin cabeza no da frutos”.

Y henos aquí de nuevo en el centro de lo que constituye la espiritualidad… Douglas no alberga ilusiones en cuanto a los resultados de sus seminarios y en realidad propone un camino. Comprenderé más adelante que, debido a su temperamento y, sin lugar a dudas, a su historia personal, no se siente nada propenso a “reclutar”. Reacio a las instituciones y en particular a las que se pretenden espirituales, apenas menciona la existencia de una red de amigos, practicantes del camino sin cabeza. Pero esto no impide el hecho de que este camino exista y el que se haya tomado la molestia de exponer por escrito sus etapas.


Gilles Farcet

sábado, 9 de julio de 2011

Douglas Harding, un sabio de Occidente 3


Otro ejercicio que Mr Harding dirige con su voz profunda:

“Apunten con el dedo hacia la pared que tienen delante. Vean como es sólida y opaca… Ahora, bajen lentamente el dedo hasta que apunte al suelo. Siguen designando algo, una superficie… Ahora, giren la mano y apunten el dedo hacia sus pies… sus piernas… su tronco… su pecho… Siempre algo, superficies… Finalmente, apunten hacia lo que se encuentra encima de su pecho… hacia su cuello… su rostro… sus ojos. O mejor dicho, hacia ese lugar donde los demás le dicen que encuentran ojos, su rostro…

Ya no apuntan hacia ninguna superficie, ya no designan nada. Observen que esto está desprovisto de rasgos, de color, eso es transparente, sin límite. Mantengan el dedo apuntando, contemplen la vacuidad. Lo vasta y profunda que es esta nada que está allí donde apunta su dedo…

Y vean que, simplemente porque está tan vacía de todo, está disponible para todo. Vean como la llena todo este decorado cambiante y coloreado, las paredes, el techo, las ventanas, estas piernas, este tronco y el dedo que apunta. Vean como esta nada que son, es todo lo que se despliega… ¿Han sido alguna vez otra cosa que esta nada que lo incluye todo?”.

Aquí también, la experiencia resulta concluyente.

“Muy bien, pero, ¿y luego?”, me pregunto mientras prosigue nuestro taller en el Espace Bleu. Porque no basta con ver o entrever mediante “trucos” como los que ha ideado Harding para encontrarse asentado de modo permanente en esta visión. No dudo de que Douglas haya “decapitado” así a miles de personas sin que por ello su existencia se haya visto transformada de un modo duradero y profundo. ¿No es todo esto un poco light?

Una lectura profunda de la nueva edición inglesa de Vivir sin cabeza (On having no head) disipará mis dudas. En efecto, esta edición incluye una larga sección, titulada “Bringing the story up to date: the eight stages of the headless way” (Puesta al día: las ocho etapas de la vía sin cabeza).

Aquí, el autor reconoce que en dicho camino, como en todos los que son dignos de dicho nombre, muchos son los llamados pero pocos los elegidos. Muchos son los llamados, en la medida en que la visión inicial está al alcance de todos; pocos los elegidos, porque raras son las personas dispuestas a hacer de esta visión el inicio de un trabajo de largo alcance.


Gilles Farcet

domingo, 3 de julio de 2011

Douglas Harding, un sabio de Occidente 2


Espace Bleu, primavera de 1990



Sentado en un círculo en torno a este hombre mayor, me parece haberme acercado a una fuente pura. No es que Mr. Harding adopte ninguna pose ni se presente como un maestro: nadie resulta de un trato más sencillo que este digno gentleman que lleva de manera soberbia sus ochenta años. Si uno se limita a su apariencia, Douglas parece muy británico, del tipo viejo excéntrico inglés, impregnado de una originalidad templada por su porte, de una gran nobleza y que deja adivinar un toque de austeridad. Su barba blanca le confiere, a mis ojos al menos, aires de sufí, impresión que se ve refrendada por la profundidad de su mirada impregnada de esta cualidad impersonal que es privativa de los seres próximos a su esencia. Creo sentir que este abuelo alrededor del cual estamos ahora reunidos vive básicamente en su interior, centrado en una realidad íntima que no le resta presencia al mundo y a sus demandas, al contrario. Hoy entre nosotros, está realmente con nosotros, tanto más presente cuanto que su vigilancia brota de una ausencia. Llamémoslo ausencia de cabeza, desaparición del ego, desidentificación, poco importa. Es esta ausencia la que, nunca mejor dicho, me salta a los ojos. Al fin un autor que se parece a su libro: porque lo que tanto me cautiva, esta primera impresión abrumadora y que mis contactos ulteriores con Douglas nunca desmentirán, ¡es que este señor no tiene cabeza! A pesar de la innegable actualidad física de esta venerable figura adornada con una barba blanca, no me encuentro confrontado con otro rostro preocupado por afirmar su individualidad sino a un vacío, el cual puede por otra parte servir de espejo para devolverme, no las características de mi fisonomía sino el rostro que era el mío antes de nacer. Probablemente sea la razón por la cual el subtítulo en inglés de vivir sin cabeza no es otro que Zen and the re-discovery of the obvious (Zen y el re-descubrimiento de lo obvio).

En verdad, y sin pretender resumir aquí el enfoque propuesto por Douglas –más vale leer su libro o participar en uno de sus talleres-, la “decapitación” de la que fue la feliz víctima y que ahora se emplea en infligir a sus semejantes no es nada original. Incluso podemos encontrarla expresada en términos similares a los que utiliza el autor de Vivir sin cabeza. Así, Rumi, el poeta sufí ebrio de Dios, da este consejo: “¡Decapítese… que su cuerpo entero se fusione con la visión! ¡Conviértanse ustedes mismos en visión, visión, visión!”. Si hay algo original, reside en la forma en que Douglas aborda el camino.

Douglas se pasea por el mundo con bolsas de plástico, bolsas que contienen los utensilios necesarios para los ejercicios que nos va a proponer que practiquemos. Dirige su taller con una rara sencillez, pero también con una pasión siempre viva. Tendré más adelante la oportunidad de asistir a varios de sus seminarios: le veré cada vez dirigir los mismos juegos, le oiré decir rigurosamente las mismas cosas, hasta el punto de poder anticipar la frase siguiente; y encontraré invariablemente en él esta misma intensidad, este modo que tiene de implicarse totalmente, de darse en cuerpo y alma en un acto de enseñanza que sin embargo ya ha realizado miles de veces en todos los rincones del planeta. Allí donde meros observadores, incluso participantes superficiales, verían repetición y rutina, para él sólo existe el asombro, en cada instante renovado, del descubrimiento esencial. Como todos los místicos, Douglas es un ser de fuego, hombre de una idea fija, obsesionado por la visión.

Con la ayuda de accesorios de una sencillez pasmosa, Douglas ofrece a cada uno la posibilidad concreta e inmediata de ver. ¿De ver el qué? Sencillamente que no tiene cabeza; en otros términos, que ahí donde percibimos habitualmente una presencia, desgraciadamente bastante pesada, con su bagaje de problemas, heridas psico-afectivas y todo el fárrago de su historia personal, en realidad sólo hay vacío, ausencia; y que este vacío, paradójicamente, está lleno y que constituye la plenitud de nuestra identidad real.

Dos ejemplos deberían ser suficientes para dar una idea de la manera en que procede el sabio sin cabeza.

Mientras sostengo frente a mí, brazo estirado, un pequeño espejo redondo, se me pide que considere este rostro que percibo como un objeto exterior, situado a cierta distancia, y sobre todo que perciba el vacío a partir del cual lo estoy mirando. Si me entrego con conciencia al ejercicio, efectivamente no tardo en encontrarme “decapitado”. Douglas me sugiere luego que vaya acercando lentamente el espejo a mis ojos hasta que, toda distancia abolida, este rostro se desvanezca y estalle como una evidencia la vacuidad a través de la cual absorbo el mundo exterior. Si bien semejante juego puede parecer anodino, permite sin embargo vislumbrar otra dimensión, introducir en nuestros modos habituales de percepción una ruptura reveladora.

Swami Prajnanpad le propuso un día a Arnaud Desjardins: “Trate de sentir: yo no miro el árbol, sino el árbol es mirado”. Todo lo que podríamos llamar la “enseñanza” de Douglas Harding arranca de esta experiencia y termina en ella. La originalidad de este enfoque reside en que coloca esta revelación del “rostro original” al inicio del camino. Douglas siempre insiste en la accesibilidad, el carácter ridículamente evidente de nuestro estado sin cabeza y en la necesidad de que cada uno se remita a su propia experiencia.


Gilles Farcet

Douglas Harding, un sabio de Occidente 1



Un sabio que corta cabezas



Fue en las páginas de las revistas Sources y Troiséme Millénaire cuando descubrí la prosa de un súbdito de su Muy Graciosa Majestad que responde al nombre de Douglas E. Harding. Teñidos de humor británico, que en algo recordaba al del difunto Alan W. Watts, estos textos contemplaban la realidad con una mirada al menos peculiar: la de un hombre que decía no tener cabeza. Su excentricidad dejaba sin embargo traslucir como un sabor, el que había disfrutado al leer a Lee Lozowick o Stephen Jourdain. Emanaba de estas líneas algo parecido a un perfume de realidad. Abierto así el apetito, conseguí Vivir sin cabeza, única obra de ese autor disponible en francés hasta la fecha.

Sin preámbulos, Harding iba directamente al grano. Quizá resulte más sencillo citar aquí in extenso el primer capítulo, que es un modelo de este tipo de relatos y del que Huston Smith, universitario y especialista mundialmente reconocido en religiones, ha podido decir: “No conozco ningún texto de una concisión semejante que sea tan susceptible de operar un cambio de registro en la perspectiva del lector”.


“El mejor día de mi vida —el día de mi renacimiento, por decirlo así— fue cuando encontré que no tenía cabeza. Esto no es un juego literario ni un dicho ingenioso para suscitar el interés a toda costa. Lo digo en serio. Yo no tengo cabeza.

Tenía treinta y tres años cuando hice el descubrimiento. Aunque ciertamente vino de repente, lo hizo en respuesta a una indagación apremiante; durante varios meses había estado absorbido en la pregunta: ¿quién soy yo? El hecho de que me encontrara de marcha en el Himalaya en aquel momento probablemente tuvo poco que ver con ello, aunque se dice que en ese lugar vienen más fácilmente estados de mente inusuales. Sea como fuere, un día muy claro y sereno, y una vista desde el risco donde me hallaba, sobre umbríos valles azules hasta la montaña más alta del mundo, constituían una escena digna de la visión más sublime.

Lo que ocurrió de hecho fue algo absurdamente simple y poco espectacular: por un momento dejé de pensar. La razón y la imaginación y todo el parloteo mental se extinguieron. Por una vez, me faltaron realmente las palabras. Olvidé mi nombre, mi humanidad, mi realidad objetiva, todo lo que podía ser llamado mí mismo o mío. El
pasado y el futuro se esfumaron. Fue como si hubiera nacido en aquel instante, absolutamente nuevo, sin mente, inocente de todos los recuerdos. Existía solo el Ahora, aquel momento presente y lo que se daba claramente en él. Ver era suficiente. Y lo que encontré eran unas perneras caquis que terminaban hacia abajo en un par de zapatos marrones, unas mangas caquis que terminaban a ambos lados en un par de manos rosadas, y una pechera caqui que terminaba hacia arriba en —¡absolutamente nada! Ciertamente no en una cabeza.

No me llevó ningún tiempo notar que esta nada, que este hueco donde debía haber habido una cabeza, no era un vacío ordinario, no era una mera nada. Al contrario, estaba muy ocupada. Era una vasta vacuidad ampliamente llena, una nada que encontraba sitio para todo, para la hierba, los árboles, las distantes colinas umbrías, y allá a lo lejos, por encima de ellas, las cumbres nevadas como una hilera de nubes anguladas cabalgando en el cielo azul. Había perdido una cabeza y ganado un mundo.

Todo aquello, literalmente, cortaba la respiración. Me pareció dejar de respirar enteramente, absorbido en lo Dado. Hela aquí, esta soberbia escena, brillando rutilantemente en el aire claro, sola y sin soporte, misteriosamente suspendida en el vacío, y (y esto era el milagro real, la maravilla y la delicia) completamente libre de «mí», intocada por ningún observador. Su presencia total era mi ausencia total, cuerpo y alma. Más ligero que el aire, más claro que el cristal, enteramente libre de mí mismo, yo no estaba allí en ninguna parte.

Sin embargo, a pesar de la mágica e imprevista cualidad de esta visión, no era ningún sueño, ninguna revelación esotérica. Todo lo contrario: se sentía como un súbito despertar del sueño de la vida ordinaria, y un final al soñar. Era realidad autoluminosa por una vez limpia de toda mente oscurecedora. Era la revelación, por fin, de lo perfectamente evidente. Era un momento lúcido en una historia vital confusa. Era el fin de ignorar algo que (desde la más temprana infancia) yo había estado demasiado ocupado o había sido demasiado listo o había estado demasiado asustado para verlo. Era una atención desnuda, no crítica a lo que desde siempre había sido enteramente evidente —mi completa falta de cara. Brevemente, todo era perfectamente simple y llano y directo, más allá de argumento, pensamiento, y palabras. No surgía ninguna pregunta, ninguna referencia más allá de la experiencia misma, sino solo paz y un sereno gozo, y la sensación de haber soltado un fardo intolerable”.


Sin lugar a dudas, tenía ante los ojos una descripción de lo que los budistas llaman un satori. Quedaba por averiguar si esta experiencia había resultado duradera o transitoria, cómo lo había integrado el autor de estas líneas a su humanidad y si había dado lugar a una forma u otra de enseñanza.

Una mínima investigación me permitió descubrir que Harding, conocido en Francia únicamente por algunos happy few, gozaba de una reputación considerable en su país de origen y en Norteamérica, donde anima cada año seminarios susceptibles de reunir a centenares de participantes. Además de su pequeña biblia de la vida sin cabeza, había escrito bastantes obras y había sido objeto de artículos y espacios televisivos.

El destino de brindó rápidamente la oportunidad de conocerle. El programa del Espace Bleu (librería parisina) anunciaba que Douglas Harding iba a animar próximamente un seminario de dos días. Aproveché pues esa oportunidad para acercarme a nuestro hombre y familiarizarme un poco con sus métodos.


Gilles Farcet